“La caridad es
humillante porque se ejerce verticalmente y desde arriba; la solidaridad es
horizontal e implica respeto mutuo". Eduardo Galeano
Fue hace mucho tiempo… Más de veinte años… Tres chicas de pueblo cogían un avión para viajar a un país lejano con la intención de ayudar a sus gentes. El país acababa de firmar los acuerdos de paz y había mucho que hacer.
Del viaje en avión poco recuerdo. Del
traslado del aeropuerto a la casa donde unas amigas nos recibieron solo mantengo
viva la emoción que me provocó el contacto con el aire cálido y húmedo del
trópico golpeando mis mejillas en la oscuridad.
Tras una breve estancia en la ciudad,
pronto nos trasladamos a una pequeña comunidad levantada en medio de una zona
totalmente despoblada y desforestada. Las paredes de las chabolas en las vivían
los aldeanos solo tenían nueve filas de bloque y en ellas se sostenían unos
travesaños metálicos sobre las que unas chapas hacían de tejado. Aquel poblado,
aquellas casas y aquella gente fueron nuestro hogar durante casi cuatro
años.
Cuanta hospitalidad se reflejaba en la
siempre repetida frase de recibimiento “pase y tome asiento” con la que ofrecían
al visitante el mejor lugar de la casa, una hamaca que, colgada de punta a punta,
atravesaba la estancia central. La vida
de un refugiado da para muchas historias y aquella gente humilde compartía con
gusto sus andanzas que aderezaban con los mejores manjares de la casa: un poco
de arroz, algún tamal, un café caliente…
Aquellas conversaciones bajo la tenue luz
del candil en las noches me marcaron de por vida. Conocer de primera mano las
vivencias de quien en pocos años tiene
que reconstruir tres o cuatro veces un hogar para luego volver a abandonarlo,
es una experiencia que mueve muchas cosas. Las historias de aquellos adultos y
también la de aquellos niños que se vieron arrastrados al viaje eran
escalofriantes. Salir corriendo de casa
con lo puesto y rodeados de oscuridad, escapar de las bombas que estallan alrededor
sin tener la certeza de que la próxima no caerá encima, tragar los gritos, los llantos, los miedos,
convivir con la angustia de que la luz te puede delatar…
Los relatos que empezaban con la guerra
tenían su siguiente capítulo en el campo de refugiados, un lugar donde la
privacidad era solo un deseo maltrecho y en el que incluso las visitas al baño
se realizaban con escolta, sufriendo muchas veces los abusos de aquellos cuya
misión era la de protección. La incertidumbre con la que aprendieron a vivir en
aquellos momentos dejó mella en niños y mayores que no sabían si el regreso a
casa estaba próximo o si el exilio iba a durar largo tiempo y los convirtió en
seres sin futuro, personas que, aún muchos años después, eran incapaces de
planear algo que hacer en el futuro.
A pesar de todo, aquellos agricultores,
oficialmente convertidos en refugiados lograron ponerse de acuerdo sobre el siguiente
paso a dar y viajaron a un país en el que construyeron un poblado en medio de
una selva, a orillas de un lago. Los campesinos de las montañas aprendieron el
oficio de la pesca y en los diez años que permanecieron allí lograron domar la
salvaje naturaleza.
Con el tiempo la guerra en el país
terminó y la nostalgia que nunca se había apagado se avivó con el deseo del
regreso a un país que los más mayores añoraban pero los más pequeños
desconocían. Pero la vuelta tampoco iba a ser fácil. Primero tocó pelear y reivindicar el derecho al retorno con una
marcha durísima a través de la selva. Una vez logrado esto y ya en la tierra
que les había visto marchar hacía más de diez años, se encontraron en medio de
un gran secarral en el que los pocos arbustos que lograban sobrevivir apenas
asomaban bajo una gruesa capa de polvo y tierra. “El mar no está lejos”, les dijeron para que
se animaran, “solo a media hora caminando”.
Aquellos campesinos reciclados como
pescadores, gentes recias, duras, volvieron a poner manos a la obra y
construyeron un nuevo hogar. Abrieron
las entrañas de aquellas tierras secas hasta encontrar agua y empezaron a pelear
con las tierras salvajes que finalmente lograron domesticar y convertir en
terrenos cultivables...
Por aquella época llegamos nosotras,
cargadas de ilusiones y creyendo que podíamos aportar grandes cosas a la
comunidad. No tardamos en darnos cuenta de nuestro error y en aquellas
“pláticas” fuimos creciendo como personas, descubriendo la humanidad de quienes
más han sufrido, la solidaridad de quienes más han perdido, la generosidad de
quienes menos tienen…
Este ha sido mi único pero estrecho
contacto con refugiados. Aquella comunidad se encontraba en Usulután, El
Salvador, Centroamérica y se llamaba Ciudad Romero en honor al obispo asesinado
y recientemente declarado santo.
Pero, ¿qué relación tiene esto con Siria
y con la actual crisis de refugiados que estamos viviendo en Europa?
Hace algunas semanas, Manu Velasco me
escribió para hablarme de la iniciativa Maestros con los niños de Siria y
aquella conversación que mantuvimos en twitter me removió porque sacó a flote
este experiencia de vida que tenía guardada en mi corazón.
A pesar de que le dije a Manu que iba a enviar
algo para el blog, el tiempo ha pasado y las palabras no acuden a mí. Varias
veces he hecho el intento de escribir sobre el dolor que provoca en mi ver las
imágenes de todas esas personas que huyen del terror de la guerra para
encontrarse con el horror de la insolidaridad en una Europa por la que
transitan sin rumbo, pero el silencio se ha apoderado de mis tripas. Estas
fotografías que denuncian la miseria de algo que está sucediendo a no tantos
kilómetros de mi sofá, al tiempo que me hieren, bloquean todos mis intentos de contar
algo sobre una angustia que solo conozco desde la distancia… Por eso sólo he
sido capaz de escribir sobre aquellos refugiados a los que tuve la suerte de
conocer y con quienes compartí varios años de mi vida… por respeto a tanta
familia destrozada, por solidaridad con quienes no logran escapar del horror.
Algunos habréis visto dos imágenes que
bajo el hashtag #SiriaGritaPaz he publicado en las redes con motivo del Día de
la Paz. Es a lo máximo que he podido llegar.