Aquel
día, mientras vagaba por el desierto, en pos quizá de la belleza, sentí
una gran emoción al contemplar la mirada de un niño, tras la que intuí
la quietud temporal, la serenidad, y ese espacio infinito que se oculta
tras las dunas. El niño me devolvió la mirada con una sonrisa, que me
colmó de felicidad, mientras su hermana se ocupaba en revisar su
bicicleta. Entonces, comprendí que basta una sonrisa para que los
humanos nos reconozcamos allá donde vamos. Ni siquiera necesitamos palabras. Una mirada risueña, cálida y cercana, fue suficiente.