Soy profesor de la Escuela Pública y tengo alumnos muy diversos: chavales comprometidos, inocentes, solidarios, amables, cariñosos, soñadores, pero también algunos que empiezan a mostrarse prepotentes, egoístas, machistas, xenófobos… Junto a jóvenes que nunca han salido de sus pueblos o ciudades, procedentes de familias de las de aquí de toda la vida, conviven otros que en sus cortas existencias han cambiado de hogar o país varias veces o han sufrido en sus carnes diversos exilios. Es mi obligación mantener la armonía en unas aulas cada vez más heterogéneas y más castigadas por dramas como el desempleo, la marginación o la exclusión social. No es fácil abordar el tema de los refugiados o de la xenofobia en un ambiente tan polarizado, con unos miedos y prejuicios tan sólidos y profundos, reforzados en muchos casos por las propias familias, por los amigos, por los medios de comunicación. Tampoco es fácil abordar un tema que despierta en algunos chavales recuerdos dolorosos, experiencias propias o cercanas que no desean revivir. Sin embargo, creo que los docentes no debemos renunciar a ello, no podemos orillar ese drama humano de las migraciones que está viviendo nuestro planeta. Nosotros debemos dejar de lado también nuestros miedos y abordar con valentía una educación en valores respetuosa con los débiles, con los olvidados, con quienes sufren el desarraigo para sobrevivir en un mundo que los castiga injustamente y que solo les ofrece gratuitamente guerra y hambre, dolor y muerte.
Haciendo un gran ejercicio de empatía, puedo entender que esa dama atildada o aquel señor estirado, gente respetable de toda la vida, vean el drama de los refugiados con la prevención y desconfianza de quien teme perder su comodidad: para ellos, la pobreza se debe combatir desde la caridad, un acto controlado y reparador que exige cierta distancia. Quizá para ellos, abrir las puertas a miles de personas que piden dignidad no es caritativo, sino imprudente. Puedo entender esa actitud de quienes no han tenido que verse nunca en la incertidumbre de sobrevivir al mañana; entiendo que para unos pocos, la vida consiste en mantener privilegios heredados y no perder su estatus, sin pararse a pensar que otros nunca tuvieron nada, o que alguna vez lo disfrutaron y una guerra o un desastre se lo arrebató injustamente. Sin embargo, no podré entenderlo jamás en aquellos hijos y nietos del esfuerzo, de la lucha y del trabajo duro, personas de la calle, gente normal a la que nadie ha regalado nada, trabajadores que deberían entender lo que supone perderlo todo por los caprichos de un azar a menudo incontrolable, como una enfermedad o una guerra. Ante eso, la solidaridad es el arma más potente de quienes defienden la justicia social.
Por ello, como docente, entiendo que la única manera de tener un mundo mejor es educar a los jóvenes para que luchen por una sociedad en la que la caridad no sea necesaria; para que luchen por una sociedad en la que no exista ese concepto de "los de fuera”, una sociedad en la que todos seamos “los de aquí”. No es fácil, lo sé, pero mirar al futuro es una empresa que exige retos complejos, no reproches y lamentos. Tal vez no esté ya en nuestras manos arreglar lo que hemos estropeado, pero como educadores sí que podemos sembrar la ilusión y la esperanza en quienes algún día lo pueden reparar.