Yo cuando era una niña pensaba que nada era imposible. Creía en la solidaridad imperiosa del ser humano y me parecía que todo problema tenía una solución. Era creyente de los finales felices y los que no lo eran los cambiaba en mi cabeza. Porque el ser humano para mí tenía una capacidad de acción similar a la de un súper héroe y no concebía la posibilidad de que no la usase. Es algo absurdo, ¿quién sabe volar y no lo usa?
Con los años me fue llegando el jarro de agua fría que premonizaban los adultos a los que exponía mis ideas, pero no de una manera brusca, más bien parecía una regadera de agua fina. Ellos llamaban a esa agua fría "baño de realidad", pero no era cierto, eso es simple y llanamente pereza. Pero pereza adulta, que casi puede estar escrita en mayúsculas de lo grande que puede llegar a ser.
La única islita de esperanza infantil que conservaba era gracias a mi profesión: soy maestra y cada día me tengo que "enfrentar" a miradas llenas de ilusión, esperanza y fe. Fe en el ser humano ¡a tope! Miradas que observan y esperan de mí lo mismo. Y yo que soy el espejo en el que se miran, uno de sus referentes, ¿no pensaba hacer nada? Poco a poco fueron vaciando el agua de la pereza de mi interior a cucharaditas pequeñas y empecé a ver la realidad.
Se puede hacer y mucho. Pero de nosotros depende de si queremos o no hacerlo, existen muchas posibilidades de acción y muchas excusas para no hacer nada. ¿Qué camino elegimos?
Decidí volver a ser niña, volver al mundo de los ojos llenos de esperanza e ilusión, volver al mundo de las posibilidades. Porque es mi deber, mi necesidad, porque si no lo hicera defraudaría muchísimo a la niña que hay en mí y que mira con admiración a una adulta ideal a la que cuesta muchísimo parecerse. Una adulta que haría lo que fuera por unos niños que han perdido la esperanza en los sueños. Niños a los que les han robado la infancia, esa infancia que confía, que espera, que tiene fe.